“Estoy emocionado” dijo mi hijo de casi cuatro años de edad sentado en la silla del avión.
Una visita programada con anterioridad a Colombia era la causa de ese noble sentimiento. Serían quince días distribuidos entre citas médicas, familia y amigos.
Lo tomé de la mano al despegar y al mirarlo una gran sonrisa se dibujó lentamente en su rostro. Mi alma también sonrió. Estaba exhausta de la rutina, de las actividades propias del hogar, de la soledad y la humedad. Necesitaba ver la montaña de nuevo.
Hace un año y seis meses exactamente nos mudamos con mi esposo a Florida. Vendimos el carro, los muebles, los recuerdos, dejamos dos perras en buenas manos, varios familiares y grandes amigos. ¿La razón? La familia es la primera en la lista de prioridades y a mi suegra, quien ahora brilla fuerte en el cielo, le quedaban algunos meses de vida.
Llegamos con cuatro cajas, ocho maletas, un chiquitín que empezaba a dejar el pañal, la visa de trabajo de mi esposo y la mía de acompañante (siempre he dicho que vine como parte del trasteo). Mi estatus en este país no me permite trabajar aún, y por ende me he dedicado durante este tiempo a vivir el sueño americano: ¡vivo con sueño por cocinar, lavar, planchar, limpiar, conducir! actividades que no realizaba en Bogotá porque siempre tuve quien me ayudara para dedicarme a otras cosas y que aquí se salen del presupuesto.
“Tripulación iniciamos el descenso” dijo el primer oficial del vuelo AV127. El verde de la cordillera se asomó por la ventana y mis ojos empezaron a brillar de nuevo. Ya éramos dos los emocionados. Con velocidad nos bajamos del avión, pasamos inmigración y salimos a ponerle el pecho con firmeza al frío de los 2.600 metros más cerca de las estrellas. Nos esperaba un gran amigo que nos hospedaría en su casa por las siguientes dos semanas. Recuerden que cuatro días es visita, de ahí para adelante… ¡es convivencia!.
Sabia fue la decisión de pedirle posada a él y su esposa. Además de ser personas con el espíritu tranquilo, tienen dos hijos pequeños. Entienden que un niño se levanta temprano así los vinos nos hayan alcanzado en la madrugada, saben que la sala puede convertirse en un campo minado de carritos, dinosaurios y juguetes perdidos. Conocen a la perfección que cuando se cansan lloran y cuando no también. Comprenden que la dinámica de una familia es diferente con la presencia de los pequeños y si hay confianza suficiente, la visita se atiende sola.
Obtuvimos resultados positivos, pasamos todos los exámenes médicos excepto el de los ojos de mi hijo. El astigmatismo diagnosticado hace más de un año aumentó y fue el mago colombiano de los ojos de los niños el que lo detectó, a diferencia del oftalmólogo pediátrico del pueblo en el que vivimos a quien por supuesto no pretendo pagarle una consulta más.
Corrimos escapando de la lluvia, perdimos la paciencia en varios trancones propios de la ciudad, le di a probar lo que me sabía a infancia, a adolescencia y a hogar. También le trasmití mi inseguridad al atravesar las calles, y seguridad al explicarle por qué le apretaba tanto la manita al caminar. Lo vi reír con los primos y con los hijos de mis amigos y también oí mi risa que llevaba meses perdida en alguna palmera cerca al mar. Pero los días fueron pasando y mientras me tomaba varias tazas de café en las mañanas empecé a extrañar el sol bárbaro, el silencio de las avenidas, la indiferencia de los locales, el olor del aire fresco, el balcón en el que escribo, el hogar que hemos construido.
Y estamos de vuelta, recargados de cariño y bonitos recuerdos. Repletos de empanadas, jugos de maracuyá, café de aroma exquisito, ajiaco y de arroz que sabe rico.
¡Gracias! A todos los que sacaron tiempo para vernos, a los que nos tuvieron paciencia, nos hicieron felices… por ustedes vale la pena volver de nuevo.