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!Bienvenidas a este club!

La primera tarjeta del día la madre la recibí cuando tenía dieciséis años. En un papel color rosa, varios corazones rojos pintados a mano con pulso infantil rodeaban un animal parecido a un conejo víctima de la bomba atómica del 45 que sostenía un letrero y decía: FELIZ DÍA MAMÁ.

No fui madre biológica a esa edad, no era una adolescente “adelantadita”, como diría mi madre. Era una hermana mayor con síndrome de mamá.

Un día, hace tres décadas, llegué del colegio con la lonchera en la mano. Nuestra nana abrió la puerta acontecida y una tía esperaba ansiosa para cuidar de mi hermana mayor y de mí ese martes 13 de febrero. –Vamos a prender una velita y a rezar para que los o las bebés nazcan con mucha salud– dijo la tía camandulera a la que le debo más de un milagro.

Era el tercer embarazo exitoso de mi madre y el último por decisión. El deseo de tener un número impar de hijos se había encontrado en el camino con un cigoto que se dividió en dos y hasta el sexto mes de embarazo se dio cuenta que seríamos cuatro las de su tribu. La mujer casi pierde la cordura. Alcanzó a dudar de su capacidad para sacar tantos hijos adelante, sumó y restó muchas veces, lloró otras tantas sentada en la escalera de la casa y cuando le pasó el ataque, mandó a mi papá con los recibos de las compras realizadas el mes anterior a traer lo mismo. Necesitarían dos de cada cosa porque un par de gemelas idénticas llegarían a ese hogar.

El teléfono sonó pasadas las siete de la noche. –Son dos niñas, están sanas y la mamá también– dijo el hombre que guardó la esperanza de tener dos varones para ver los partidos de fútbol hasta que el señor de la bata blanca le dijo con una gran sonrisa que él seguía siendo el rey de la casa. Lo que nunca imaginó “su majestad” fue que con los años se enfrentaría a un poderoso sindicato femenino imposible de disociar.

Al día siguiente llegaron las pequeñitas en dos canasticas. Cubiertas por una cobija de caballitos de colores pasteles, vestidas de blanco y con los cachetes rosados. Fue uno de los días más felices de mi vida. Faltaban pocos meses para mi cumpleaños número siete, y a diferencia de mis amigas del colegio, era la única que tendría dos muñecas de verdad para jugar el resto de la vida.

“Las gemes” como las llamamos con cariño en la familia, fueron mi primer ensayo y error como madre, y aunque mi accionar nunca estuvo orientado para recibir ese reconocimiento, lo entendí hace veinte años con esa carta en la que me expresaban que yo era su segunda mamá. Una relación “atípica” (así la han descrito varias personas), de hermanas hemos construido en el tiempo.

El instinto de protección que desarrollamos los hermanos mayores hacia los más pequeños es a veces inexplicable y en ocasiones inentendible para los últimos de la fila. Lo cierto es que no por ausencia de nuestra madre pero si por exceso de sentimientos, he velado por su felicidad desde que eran chiquitas, al igual que lo hago a diario por mi hijo. Una tarea que en ocasiones es muy satisfactoria y en otras agotadora cuando no es suficiente con tronar los dedos para que la magia llegue vestida de colores alegres en sus días grises.

También les hice maldades, por supuesto, y todavía las hago. Imposible olvidar el regaño de mis padres cuando descubrieron que con mi hermana mayor las estábamos bautizando a los cuatro meses de edad en el bidé con el agua helada de la nevera para que no se fueran al limbo si morían repentinamente. El llanto por partida doble se había apoderado de los rincones de la casa y nos había puesto en evidencia, pero en mi mente ingenua el castigo valió la pena porque los demonios habían salido por la puerta. Imborrable es la cara de furia de una de ellas el día que colgué con una cuerda su muñeca favorita de la lámpara del comedor y empecé a gritar ¡Se ahorcó, estaba tan desesperada de que la peinaras todos los días y se ahorcó! Los ojos se le llenaron de ira al ver a la muñeca en vaivén y la sangre le brotó las venas al notar que la mayor y yo llorábamos de la risa al verla. Inmensa fue la vergüenza, años más tarde, que le ocasioné a la otra cuando saqué dos calzones de mi closet y le pregunté a su novio si me ponía los negros o los rosados para lograr que el adolescente abandonara mi habitación ya que no se había inmutado al verme con la toalla puesta. Empalideció por unos segundos y cuando se dio cuenta que era mayor la pena de su amado que mi atrevimiento no tuvo una opción diferente a unirse a nuestras carcajadas. No somos perfectos los mayores y en muchos casos nos convertimos en el ejemplo a no seguir, sobre todo, cuando de decisiones trascendentales se trata.

Pero con todas las imperfecciones que adornan mis crespos alborotados debo agradecerle a la vida por las dos gotas de agua que llegaron a mis manos. Gracias a ellas conocí uno de los amores más bonitos y resistentes a la distancia, a los contratiempos, a la soledad y a las enfermedades. Sin ellas quizá no hubiera desarrollado mis habilidades de conciliadora familiar, ni mi estilo para “mamarle gallo” al día con un mal chiste o una foto que las haga reír en medio de una reunión importante. Tampoco hubiese conocido mis destrezas de peluquera, de las que por cierto, abusaron varias de sus amigas para asistir muy majas a las fiestas de quince años, ni hubiese encontrado las mejores canciones para grabarlas en su memoria y hacerlas inmortales. Dicen que aprendieron a bailar en las fiestas donde celebré muchas velas encendidas y también dicen que a pesar de ser una señora y tener un hijo, mi esencia sigue siendo la misma.

Felices tres décadas mis queridas hermanitas, y aunque detesten el diminutivo, en mi corazón siempre tendrán los cachetes rosados así la vida ya les esté pintando algunas líneas de expresión. Hace algunos tantos les dije que este día llegaría y con una inmensa satisfacción les escribo ¡bienvenidas a este club “treintaitonas”!

Desde siempre y para siempre, su querida hermana Verónica.

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