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El real problema es callar

Abría la puerta de la casa para tomar un largo baño que me exigía el cuerpo. Una hora de fuerte entrenamiento para bajar esa pancita que aún queda como resultado de mi embarazo, me había hecho sudar como una yegua en un desfile.

El agua corría en la tina vacía cuando el teléfono celular sonó. Miré la pantalla y decidí contestar.

–Creo que me voy a separar– dijo ella al oír mi voz sin antes recibir su saludo.

–¿Qué pasó?– le pregunté mientras intentaba ponerme la ropa de nuevo porque intuí que la ducha tendría que esperar.

–¡Ya no aguanto más!– y estalló en llanto.

Mientras la dejaba llorar al otro lado del teléfono pensé que se trataba de una infidelidad. Seguramente el esposo le había buscado reemplazo debajo de las cobijas porque hacía más de un año ese encuentro romántico no se daba entre ellos. Una preeclampsia en el quinto mes de embarazo los había obligado a suspender cualquier tipo de actividad sexual y después del parto las hormonas de ella aún lo le habían dado luz verde para volver al ruedo.

–¿Qué es lo que pasa?– insistí. Ella inhaló profundamente e intentado controlar sus lágrimas empezó a contarme.

–Estoy enamorada de otro, creo¬– contestó con una carcajada.

Su hijo de nueve meses la trae loca. Se levanta en las noches dos o tres veces y lo alimenta, lo consciente y le vigila el sueño. Al salir el sol se mete en la ducha, luego con ligereza toma el desayuno, se despide del pequeño y sale a trabajar. Al llegar a su casa en la tarde las horas junto a él son las mejores del día. Las canciones, los cuentos, las cosquillas y una pequeña siesta hacen parte de la rutina.

En su mesa de noche ya no reposa ningún libro del listado que tenía antes de quedar embarazada. Una caja de pañitos húmedos y dos baberos ocupan ese lugar al lado del celular en el que abundan los artículos y aplicaciones sobre el sueño, la alimentación y la estimulación de un hijo, además de las 3.566 fotos y 341 vídeos del retoño.

Se siente cansada con frecuencia, pero su mal estado físico no le impide llevarlo al parque los fines de semana, al centro comercial y a las clases de natación. A ella no le hace falta su esposo.

–Ana, en toda esta historia que me cuentas… No veo a Santiago. ¿Se fue de la casa?– le pregunté.

–¡No que va!, no es capaz. Aunque el martes me insinúo que si las cosas seguían así entre los dos se iba a cansar y si se cansa, pues que se vaya– concluyó con la soberbia que la caracteriza.

Ella hizo caso omiso al preaviso que el marido le dio y en vez de tomar el toro por los cuernos y preguntarle cuales eran los motivos para dicha afirmación, como siempre, decidió callar y liberar un par de lágrimas. Ana es una persona poco conversadora y los 15 minutos que llevábamos en el teléfono me estaban dejando perpleja, estaba haciendo catarsis conmigo.

Mientras hablaba desenfrenadamente recordé los meses después de dar a luz. Mi madre en alguna oportunidad me había dicho que ella no sabía lo que era una depresión postparto, que en cuanto esa palabra “depresión” se cruzaba por la mente la eliminaba de sus pensamientos.

Los recuerdos también me llevaron a un día en especial en el que mi padre había llegado de visita y me encontró jugando en el suelo con mi chiquito. Yo tenía puestos unos leggins de color gris y una larga camisa de cuadros blancos con gris. Mis pies estaban acobijados por unas medias térmicas de dormir color morado y mi pelo era un completo desastre.

–¿A ti que te está pasando?– me dijo él.

Lo miré y sin entender su pregunta le contesté “¿Por qué?”

–Hija estás toda abandonada. ¿Te has mirado al espejo hoy? – dijo mientras me abrazaba.

En ese preciso instante entendí que estaba atravesando por un momento al que había tratado de eliminar su nombre en mi mente. Que a pesar de que esos pequeños ojos llenos de amor eran los míos ahora, un vacío en el pecho venía ganando espacio en mi tórax y no entendía la razón.

Gasté varios días mirándome al espejo y tratando de encontrar mi ego, que seguramente se había quedado en la sala de parto, y lo más importante… tratando de entender que mi marido se estaba cansando y por lo tanto, nuestra relación se estaba fracturando.

El problema de la relación con mi esposo no era el cambio, ni el bebé, ni las hormonas, ni el abandono en el que me encontraba. El real problema había sido callar. Aceptar que me creía superior a él por el simple hecho de haber llevado en el vientre a nuestro hijo, considerar que mi palabra era la última en todos los sentidos, creer que el retoño me necesitaba más que él, y lo peor… él no lo sabía.

En varias ocasiones me había preguntado por las razones de mi mal genio, de mi arrogancia a veces, de mi silencio. No se las dije porque tuviera miedo, si no porque pensaba que ni una respuesta merecía. Me molestaba cualquier objeción de su parte, cualquier recomendación, me irritaba él. Así fue mi depresión. No lloré ni gasté días enteros en una cama. Al contrario, la poca energía que quedaba después de una larga noche la gastaba en juegos, besos y arrastrando mis crocs rosados en el día.

Me costó… lo acepto. Tener la valentía de sentarme un día contarle a mi marido lo que me pasaba. Le pedí paciencia y mucha. Entre lágrimas le ofrecí disculpas pues él merece más de una respuesta a miles de preguntas. Nuestra relación necesitaba varias conversaciones sobre el cambio, el presente llamado bebé y nosotros.

El desgaste físico y emocional después del parto pueden llevar a afirmaciones tales como “No voy a aguantar o me voy a separar”, pero el diálogo frecuente sin prejuicios, sin reproches ni reclamos, es el que saca a flote la relación de pareja que se empieza a convertir en relación de familia.

PD: Ana, no estás enamorada de otro. Tu real problema es callar, y puede que él se canse y se vaya, así no lo creas papaz.

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