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La maratón de los aplausos

 

–No te imaginas cuánto te admiro– le dije a la madre de una compañerita del pre-escolar al que asiste mi hijo.

 

Antes de mencionar estas palabras, la había observado atentamente en el recorrido desde el parqueadero hacia la puerta de entrada del colegio que se abre al deslizar una tarjeta de seguridad.

 

Empujaba con la mano derecha un choche de color negro en el que viajaba silenciosamente un niño de alrededor 2 meses de edad, y con la mano izquierda cargaba a su segunda hija de mas o menos 3 años que llevaba puesto un vestidito de Minie Mouse. Esta mamá gastaba el doble de mi tiempo en llegar a la pesada puerta. Eran las 2:55 de la tarde, hora en la que las dos recogemos los niños en el colegio, y el termómetro de mi carro había indicado que la temperatura era de 86 grados Fahrenheit es decir, unos 30 grados Centígrados.

 

Caminaba delante de mi con unos shorts blancos, una camiseta negra y unas gafas de sol. Aumenté la velocidad de mis pasos para llegar a la entrada antes que ella y de esta manera ayudarle con el acceso, le hacía falta una tercera mano para abrirla.

 

–¿Me podrías ayudar?– preguntó al notar que yo me encontraba muy cerca. La expresión de su rostro reflejaba la evidente renuncia al descanso que a toda mujer le presenta a la vida cuando toma la decisión de tener su primer hijo. En el caso de ella, se multiplicaba por tres.

 

–¡Claro!– le contesté. Deslicé entonces la tarjeta y abrí. Dejé que pasara primero con todo el trasteo. Le cedí el turno para que hiciera el registro de su huella digital porque sabía que yo, tenía tiempo suficiente para hacer el mío, y llegar antes que ella a la segunda puerta, la que conlleva a los salones de clase; y en ese momento le expresé mi admiración.

 

–Si. Es mucho trabajo– me dijo abriendo sus ojos cafés mientras que una sonrisa se escapaba para terminar en una exhalación desbordada de resignación. El agotamiento la viste todos los días junto con un par de sandalias negras que se alcanza a poner antes de salir de su casa. Imagino que dentro del carro, un semáforo en rojo le da el chance de amarrase su pelo corto al estilo cola de caballo y de verificar en el espejo que su piercing brillante de la nariz está en su lugar.

 

No se su nombre, ni el de su hija, lo único que se de ella es que tiene 3 descendientes, que el mayor va todos los días al colegio y que desde que nació el tercero, la segunda, la compañera de clase de mi hijo, no ha vuelto.

Sé que su esposo tiene un tatuaje en forma de piña en el gemelo derecho porque lo vi en una piñata hace un par de meses junto a la pequeña, y también se que ella está dedicada tiempo completo a sus hijos.

 

¡¿Cómo lo logra?! Es la pregunta que ronda en mi cabeza desde ese día. ¡A mi con el que tengo me sobra y me basta!

 

Los hijos son el reto más grande de la vida, ¡cual examen para graduarse del bachillerato, cual tesis de la universidad! Los préstamos del banco para pagar los estudios superiores o la cuota mensual del carro son una preocupación mínima. Es que hasta el matrimonio es sencillo comparado con las implicaciones de esas dos rayas positivas de la prueba de embarazo. Lo único que le puede quitar a uno el sueño antes de tener un hijo son los ronquidos del marido, que en el peor de los casos se soluciona con una cirugía bien hecha, o un espasmo muscular al que llamo “mico trepado”.

 

¡Los hijos son la alegría más grande del mundo! Dicen la mayoría de nuestras mamás. Pues claro que lo son. Desde el momento en que nos enteramos que se está gestando un ser al que llamaremos hijo, una esperanza nos acompaña todos los días durante nueve meses, ¿y que me dicen de la alegría que nos da cuando salen? ¡Es infinita! porque pensamos que si no salían pronto nos íbamos a explotar. ¡Que dicha, ya nació! y en ese momento tenemos la última oportunidad de descansar por los próximos años, porque en cuanto se acaba el efecto de la anestesia comienza el trote.

 

No son la alegría más grande del mundo, no señor. Son MILLONES los momentos de alegría que trae un hijo. Los fervientes aplausos que alguna vez les dimos a nuestros cantantes favoritos en los conciertos se trasladan a la casa cuando el bebé se come todo,  cuando dicen por primera vez mamá, cuando tararean una canción que por supuesto no está en la lista de canciones favoritas del celular porque hacen referencia a algún animal de una granja que jamás hemos escuchado.

 

Aplaudimos porque dieron sus primeros pasos, porque empiezan a bailar, y majestuosa es la ovación que se ganan el día que hacen popó con confianza en el baño de la casa… y si hay visita ¡esta también aplaude! Ellos son las verdaderas estrellas de rock que se roban las eufóricas aclamaciones, y el que aplaude la mayoría de las veces está feliz ¿No? O ¿Quién aplaude cuando está deprimido?

 

Pero en la maratón de los aplausos se siente cansancio y mucho, mayor en los primeros meses si no hay alguien que ayude gratis. El agotamiento empieza a disminuir una vez la criatura logra dormir más de 5 horas seguidas, se recuperan un poco los niveles de energía cuando entran al colegio, y se vuelve a descansar el día que abandonan el nido para ir a estudiar una maestría o para formar un nuevo hogar, creo yo.

 

A muchas de nosotras, al igual que a la mamá del colegio de mi hijo, se nos nota la fatiga más temprano que tarde. Unas líneas de expresión prematuras para nuestra edad empiezan a adornar el contorno de nuestros ojos y frente. Algunas manchas de sol es el único maquillaje que utilizamos por un largo periodo de tiempo y varios hilos color plata comienzan a asomarse en nuestras cabezas.

 

Con seguridad la mayoría de nosotras dormimos poco, quizá algunas prefieren bañarse en la noche, cuando todos duermen, porque la sensación del agua caliente corriendo por la espalda acompañada del silencio genera un poco de tranquilidad mental. Otras comemos a ratos y cuando ya está frío. Pero a pesar de todo esto y del debilitamiento físico ¡aplaudimos con frecuencia!, sacamos energía de la reserva que necesitamos quemar para sonreír y abrazar con ganas a nuestros hijos, nos armamos de paciencia para aguantar sus berrinches y cuando cae la tarde nos desmayamos en la cama por un rato, pues al día siguiente otra maratón nos está esperando.

 

 

¡Feliz día a todas esas madres ojerosas, agotadas y trasnochadas que se levantan a aplaudir con ganas!

 

 

 

 

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