Queridos y antiguos seres humanos:
Sin tener muy claro el porqué aún, les escribo esta carta. Tal vez es la nostalgia. Han pasado ya 100 años desde aquella vez, cuando los puse a prueba; cuando a través de mí, sin que supieran de mi existencia, se dieron cuenta que son tan frágiles como el cristal.
Si soy honesto, he de decir que las cosas se salieron de control; no planeaba armar un escándalo ni ensañarme tanto. Lo que empezó tibiamente en aquel fuerte en Arkansas, ni en mis más perversos sueños lo pude haber imaginado, pero qué le vamos a hacer, las cosas pasaron así. A estas alturas de nuestra vida, lejos ya de aquel encuentro, debería decirles que no fue nada personal, no deberían tomarlo así; mi objetivo en el mundo es el mismo que el de ustedes: sobrevivir, y nada más. Las consecuencias derivadas de ello a veces, como nos pasó, son incontrolables.
No se confundan, tampoco me arrepiento. Ustedes, “la especie dominante” de este planeta, cayeron como moscas. Algunos resistieron días, otros, solo unas horas. Sus caras en aquellos ya lejanos días de octubre de 1918 son el trofeo más preciado de que dispongo. Temor, dolor, desconfianza, muerte e indefensión se dibujaron en los rostros de millones, que por tener ya a su aspirina y su oxígeno pensaban que una nueva era había llegado.
Soberbios engreídos, eso es lo que eran. Los tomé por sorpresa y desnudé las carencias de una ciencia que apenas empezaba a tomar forma. Fue tan divertido verlos tras la vana ilusión de una cura, haciendo vacunas inútiles y dejando en manos de la superstición la posibilidad de derrotarme: amuletos, comidas especiales, cloroformo… TONTERÍAS. Médicos y enfermeras, aquellos que debían resolver el problema, no solo no podían, también morían. Su incansable labor los expuso y entregó a la muerte. Pero reconozco que fueron tenaces. Ustedes, el género humano, dentro de tantos defectos encierran la más grande de las virtudes: la desgracia saca lo mejor de cada uno. Su esfuerzo eliminó las penumbras en donde nos escondíamos otros virus y yo, todo a partir de la década de 1930. Terminarían desenmascarándome, y entonces miraron hacia atrás, aunque ya era muy tarde. Ya habían comprado la desgracia y no habría reembolso.
Volví su mundo un desierto, nadie asomaba la cabeza a 3 metros de su hogar. Se miraron como enemigos en más de una ocasión, culpándose mutuamente de causar la muerte de un hijo, una esposa o un padre. Desaparecieron de las calles, las diversiones se terminaron. Periódicos de aquella época hablaban diariamente sobre “la influenza”, invitando a extremar precauciones para evitar el contagio. Sabias medidas, pero el daño ya estaba hecho. Moría el rico o el pobre, nunca me importó hacer diferencias; un puñado de monedas no significaron nada para mí antes, y no significan nada para mí ahora.
Infecté a 500 millones de personas y aunque no se ponen de acuerdo con el número de vidas que segué, puedo decirles que fueron más de veinte, VEINTE MILLONES. Soy la plaga más devastadora que han sufrido, pero sufren de algo peor, déjenme explicarlo… Fui testigo del avance que lograron con décadas de investigación. Vi surgir los antibióticos, las transfusiones sanguíneas, la cirugía. Tantas y tantas cosas, que me maravillaron tanto como a ustedes, con la tranquilidad de saber que no me afectaban.
Ningún antibiótico puede dañarme, lo supe antes y lo comprobé en las décadas que siguieron. Me acostumbré y se acostumbraron a mi ir y venir, siempre presente desde octubre hasta marzo, y mucho menos, el resto del tiempo. Ustedes y yo convivimos tan estrechamente que el choque entre nosotros es inevitable. Me acostumbré al camino fácil: embarazos, ancianos, niños, y otros indefensos por sus enfermedades.
Pero mataba, y tras ese 1918, lo seguí haciendo, y no me lo perdonaron. Un buen día pude ver como empezaban a cercar a la viruela, a través de la vacuna, hasta que finalmente la extinguieron. La otrora invencible y viral enfermedad que arrasó el mundo entero, fue derrotada, y yo me rehusé a seguir el mismo camino. Viendo hacia atrás, soy afortunado. Contrario a ella puedo cambiar mi estructura y esquivar una vacuna eficaz, aunque sé que están trabajando en ella, a pesar de que ya existe la tan conocida “contra la influenza”.
Ahora ya no buscan predecir cuál de mis variantes será la más probable cada año; ahora tantean en la dirección que les dé una vacuna universal, que proteja contra más subtipos y que sea más duradera. Dada su obsesión por resolver acertijos, sé que lo conseguirán, y me pregunto si alguna vez mi suerte será la misma que el de mi colega, el virus de la viruela; solo el tiempo lo dirá.
Por lo pronto, la vacuna que poseen saben de sobra que no es perfecta, pero no es mala. La utilización que de ella hacen cada año ha permitido que las muertes que provoco sean mucho menores que antes de su utilización, sin embargo, aún presentó pelea: 900,000 hospitalizaciones el año pasado y 80,000 muertos; me atrevo a decir que mis mejores tiempos aún no han pasado. Sin embargo, más allá de lo imperfecta que es su arma contra mí, la vacuna funciona, pero su soberbia y su estupidez nuevamente ponen en la mesa lo necesario para un último gran encuentro entre nosotros.
No han visto mi poder en todos su esplendor, y por eso menosprecian lo más importante que los puede mantener a salvo. Piensan que todo es un invento, porque no han visto lo que provoqué hace cien años; creen que vacunarse es un acto de fe, en lugar de una medida responsable. Conspiraciones, “negocios sucios”, “vacuna inservible”, jactancia de inmunidad total, y tantas y tantas otras verdaderas idioteces que los acercan a la muerte; son tantos los pretextos que dejan sin protección a muchos que llegado el día indicado, fulminaré sin piedad alguna.
Los que me conocen, saben que lo haré, y de lo que soy capaz. Estoy contra el tiempo. Ustedes avanzan diariamente en su carrera por encontrar la vacuna definitiva contra mí, y cuando eso suceda tal vez me convierta en historia, correré la misma suerte que el virus de la viruela, y dejaré de ser el protagonista en el que en cada año me convierto.
En el 2009 los alarmé, temieron, lo sé porque lo vi, temieron parcialmente al menos como en 1918: lugares cerrados, alejados unos de otros, rostros cubiertos con máscaras para evitar un contagio, pasajeros impedidos de tomar un avión, escuelas sin clases. Un desastre, y solo fue una ligera mutación.
Les aseguro que no me iré de sus vidas sin antes ponerlos a prueba nuevamente; mi ópera prima, mi despedida. Mutaré de nuevo y entonces los incrédulos, los arrogantes que se niegan a recibir lo poco de qué hoy disponen, habrán entendido que ni sus aparatos más sofisticados, ni sus terapias intensivas ni su tamiflú, ni nada que hoy los hace pensar cuánto ha avanzado su ciencia en 100 años, los mantendrá a salvo. Son los mismos que hace un siglo: si no es su vacuna NO TIENEN NADA.
Los muertos se contarán por cientos de miles, tal vez millones. Es octubre. Empiezo mi labor destructiva una vez más. Espero que al menos hagas lo que te corresponde para preservar tu vida…
Deseo una pelea justa.
Con aprecio (aunque lo dudes):
EL VIRUS DE LA INFLUENZA.
(Esta carta fue entregada al Dr. Luis Enrique Zamora -El Dr. Humano-, para su distribución).